martes, 15 de diciembre de 2009

Índigo


Hay quienes dicen que no se acercan a la poesía porque no la entienden… como si la poesía fuera para entenderse y no para sentirse. O peor: como si en este mundo absurdo hubiera algo cabalmente comprensible. Y da dolor que sean los editores, esos seres que a veces suponemos letrados y cultísimos, quienes alcen su dedo índice para hacer la señal de la negación, dando como pretexto que “la gente” no lee.

Por eso siempre es una fiesta ver nacer un poemario como si se echara un barco al mar. Por eso sonreí, feliz, cuando llegaron hasta mi puerta —en un sobre sin remitente, para guardarme la sorpresa— las Letras índigo de Jetzabeth Fonseca. En primerísimo lugar porque a Jetza le tengo un cariño especial. La conocí hace un año, cuando apenas empezaba a juntar los versos que le hicieron ganar el Concurso de Poesía Manzanillo 2008. En la primera noche del festival que cada año se realiza en aquel puerto del Pacífico, Jetzabeth leyó un par de textos en el patio del Starbucks y luego en el bar Botas, anteponiendo la disculpa de que no era poeta. Pero en aquellas líneas asomaba tan evidente ese germen, que más de uno de los participantes nos acercamos a decirle, con seguridad, que sí lo era.Me lo confirma ahora este libro, suave como el aire de aquellas playas tibias, rotundo como su oleaje feroz. Este libro de versos largos que me hacen dosificar el aliento para llegar hasta la última sílaba. Para pensar, entonces, en el oficio del poeta, en sus aparentemente pocas recompensas, en los enormes horizontes que esconde o que desvela.

La poesía es una capacidad especial, una impronta fisiológica, un don que no está en escribir versos sino en el modo de ver e interpretar la realidad, en la manera de mezclar las palabras para transmitir atmósferas, para crear desde el mundo ese otro mundo que a ratos pareciera mágico, irreal, y que no es más que poético. Este planeta al que llamamos Tierra está lleno de artistas. Y aun dentro de ellos, pocos son los poetas. Porque la poesía no está en el mundo mismo ―por hermoso o dramático que sea―, sino en el ojo que lo observa, en esa especie de lente detrás de la pupila con el que se mira, aunque no te des cuenta, la poesía que a veces vive sólo en el silencio, agazapada.

Reconocerla es también una suerte de don instintivo y, por lo tanto, inexplicable. Así se diferencia al poeta del simple versificador ―aun el mejor―, como se sabe del buen cantante desde que abre la boca y suelta las primeras notas. Eso fue lo que sentí en Jetzabeth Fonseca aquellos días de noviembre y lo que encuentro, con regocijo, en este poemario desde cuyas ventanas se ve el mar en todos sus tonos, hasta llegar al índigo más profundo, el del corazón y el de la entraña.La semana pasada me preguntaban dos jóvenes colegas cómo encaminar sus esfuerzos para que el “mundo literario” supiera de su quehacer. “No tengo la menor idea”, les dije pensando en mis dos poemarios inéditos que duermen, desencantados y pacientes, entre los circuitos y bytes de la computadora. Muchas veces me pregunto para qué escribimos, para quién. ¿Qué esperanza tiene un poeta de que alguien más lo lea? ¿Sirve de algo la poesía en un mundo de tan falaces cofradías?

A veces lo pedestre de la vida nos hace perder, al menos de momento, esa noción, esa ilusión. Hace unas semanas quería subirme en la torre de alta tensión que está en el patio de la oficina donde trabajo. Un poste enorme que se alza unos veinte o treinta metros hacia el cielo. En su tronco, cementados, hay unos peldaños de hierro que yo soñaba escalar. “Ni se te ocurra que voy a ayudarte a trepar ahí”, me decía Orlando y nos reíamos. Un buen día, descocotada, a punto de atrofiarme las cervicales con tal de observar su altura, comprendí que lo que deseo es mirar al horizonte sin obstáculos.

Lo ratifiqué hace sólo un par de días mientras observaba una foto de La Habana tomada desde el piso 18 del edificio de becados de F y Tercera. Toda la ciudad a los pies y enfrente el mar, siempre el mar, índigo el mar de La Habana, esas aguas que son cárcel y bendición. Así las veía cada mañana a principios de los 90 más allá del convento de las capuchinas y del hospital Ameijeiras, desde aquel tercer nivel adonde llegaba, como un estertor, el ronquido de los barcos que entraban o salían de la bahía. Así las veía en Santiago, tan brillantes que enceguecían, con solo bajar alguna de sus lomas o mirar hacia el sur desde un balcón o una pendiente.

A veces, en la prisa de la cotidianidad, en el dar por sentado que la sensibilidad no trae más que sufrimiento, en el catalogar como absurdo todo impulso no práctico, en el prestar oídos a esa idea generalizada de que la madurez implica superar la ridiculez de perder el tiempo midiendo versos, no nos damos cuenta de cómo van acumulándose muros delante de los ojos. No sólo la fachada anaranjada del vecino o la pared de ladrillos del baño, que es mi horizonte durante las diez horas que permanezco en la inútil oficina. A veces quiero amurallarme el corazón, porque considerar bella a la vida requiere un nivel de optimismo, tolerancia y entusiasmo que se me antoja inaudito.

Entonces llegan, como un regalo, las letras de Jetzabeth, la sonrisa de los amigos, sus mensajes que son abrazos. Entonces digo, como Alejandro Sanz de su música: “no es que sea mi trabajo, es que es mi idioma”. Entonces redescubro que es una percepción personalísima, individual, inagotable, y veo poesía en el azul del cielo despejado de estos días, en esa Luna deslumbrante de diciembre, en la carrera libre de las ardillas por el muro, en el vuelo de los aviones y la celeridad del metro. Y en los trescientos pasos que me llevan a la esquina, en los zunzunes y las mariposas que liban de la bugambilia, en el dolor oscuro de lo perdido, en la bruma de los sueños, en las voces que hablan dentro de mi cabeza. Y también —por qué no— en el modo en que algunos balones se cuelan al fondo de la portería después de describir una elegante y límpida elíptica, o en la manera en que una bola sobrevuela la pizarra del jardín central diciendo adiós, adiós Lolita de mi vida.

Índigo —como las letras de Jetzabeth— o turquesa —como esas playas caribeñas que adornan el “escritorio” de mis computadoras—, así quiero ver el mar adondequiera que pose la vista. Y acaso lo logro si dejo que mi mirada traspase el muro de ladrillos, la fachada de los vecinos, los cerros y volcanes que sitian la ciudad. O si permito, simplemente, que la Poesía me lleve hasta el final de sus versos y desde allí me lo muestre. Siempre… una vez más.




escrito por Odette Alonso http://parquedelajedrez.blogspot.com/

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