lunes, 24 de enero de 2011

La enorme distancia, de Erick Vázquez




La enorme distancia.


Erick Vázquez


En el coche manejaba y llevaba conmigo dos desconocidos, los llevaba a otro lugar y la incomodidad de viajar en silencio, los escuché hablar entre ellos en voz baja en otra lengua, repentinamente pesó entre nosotros una enorme distancia: cualquier cosa que me dijesen o les preguntase iba a remitir ineludiblemente a una mutua extranjería, un ser ajenos entre sí, que en otro caso no fuera tan difícil con la salvedad de que éramos los tres del mismo país.

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Para recordar los cimientos de nuestra identidad, para dar sentido a los lazos que nos unen, el Estado ha organizado una gigantesca campaña como preparación a las festividades del bicentenario. En los anuncios panorámicos se citan escenas del paso de los héroes que dieron vida a la revolución, se han impreso billetes con nuevos diseños y sus rostros, los padres de la patria sic, se dan cifras que quieren la imagen del progreso, cuánto se ha aumentado el número de escuelas, cuánto ha mejorado el servicio médico, etcétera ¿Qué se festeja en un cumpleaños? Elsaí es reconocida por su fuerte sentido de la individualidad, porque encuentra placer en decir las cosas como las piensa y en el continuo enfrentamiento que significa andar diciendo la verdad en todos los contextos; como consecuencia, no tiene demasiados amigos, pero como consecuencia también, estos pocos le son muy cercanos, auténticos, fieles, entrañables. Cuando se acerca su cumpleaños, como es natural, sus amigos se anticipan, la llaman, hacen planes. Ella se incomoda afectuosa, ingenuamente, piensa que ese día debería efectivamente ser suyo, para gastarlo como le vaya viniendo la gana. Pero el cumpleaños es el hecho de seguir entre los otros, de ser parte de los otros. Un símbolo.

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Hay una vieja historia que cuenta el origen del vocablo. En la Grecia arcaica, anterior a las grandes ciudades, cuando la extensión de la Tierra estaba lejos de todo cálculo y todo trayecto una aventura hacia lo inhóspito, cuando la noche era obscura y el pacto entre los hombres incierto, en una casa se recibiría a los viajeros, se partirían el pan y el vino austeros, se intercambiarían las palabras, y entonces, antes de la despedida y como memoria de lo sucedido, el huésped rompería una vasija en dos partes. En el futuro, cada vez que fuese necesario recordar la alianza, cada quien sacaría su mitad de la vasija, se comprobaría la simetría, se recordaría el lazo. Lo común. Esta vasija rota recibió el nombre de “símbolo” (symballein, literalmente “juntar”).

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V. se encuentra próxima a hacer un viaje a Europa, va a encontrarse con su padre, de origen alemán, va a buscar la otra parte, va a cruzar el Atlántico hacia la tierra de una lengua extraña en la búsqueda de un fragmento de jarrón. Pero se preocupa. Cuando le pregunten por su tierra, ¿Qué les va a decir? ¿Que sus líderes prefieren ver por su bienestar personal antes que hacer lo mínimo por evitar la segura ruina del país? Cuando le pregunten por sus raíces ancestrales ¿Qué les va a decir? ¿Que a los herederos directos de esa lengua y cultura, a los príncipes de una realeza ancestral los marginamos, abusamos, los conocemos por que los hemos visto en las calles pidiendo limosna? Cuando le pregunten por la vida cotidiana, ¿les va a contar que vivimos en el terror, bajo la amenaza constante de ser secuestrados o asesinados? ¿les va a decir que ante esta realidad seguimos sin cambiar, que la corrupción y la pobreza siguen multiplicándose, las causas que nos han traído hasta aquí intactas?

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Ante esta realidad, como a tantos otros, me asalta el continuo deseo de huir del país para seguir mi vida en otro lado, y entonces una vergüenza doble viene acompañando esta fantasía: primero, la vergüenza de ser mexicano, y después, la vergüenza de avergonzarme; como tantos otros, encuentro muy difícil sentirme orgulloso de mi tierra, es un sentimiento doloroso, desolado, de orfandad ¿Es esto lo que somos? ¿Es que no hay nada más? Entonces, como respuesta, V. me acercó un concierto, Chavela Vargas en el Carnegie Hall, a los ochenta y dos años, la voz ajada, arrastrada de edad y pesada de experiencia, sentí en mi cuerpo una certeza sobrecogedora, inmediatamente me dije: Claro, esto es, esto es… este extraño goce doloroso, este constante lamento por la ausencia, una nostalgia inexplicable y festiva. Luego supe que Chavela no es mexicana de origen, que nació en Costa Rica, y luego me di cuenta que una buena parte de las canciones de ese concierto fueron escritas por chilenos, argentinos, peruanos, y que esta descripción de la nostalgia gozosa podría perfectamente ser la de la saudade portuguesa o el ánimo de una milonga argentina. Entonces, la identificación no se encuentra, en este caso, en los contenidos en sí, es decir, no está en la sangre ni en la partitura, sino en la actualización de un cuerpo y una voz que no pueden dejar de reflejar unas experiencias particulares, es decir, en la manera, en la forma.

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Hay un momento en el concierto de Carnegie Hall en el que, antes de cantar “Volver”, Chavela pareciera observar por un momento el público, y grita: ¡Viva México! El público inmediatamente respondió ¡Viva! No puedo evitar que se me enchine la piel, no puedo evitar un sentimiento profundo de tristeza, no puedo evitar preguntarme ¿Qué significa esta reacción, tan corporal, tan arraigada? ¿Qué es este sentimiento común bajo el grito? ¿A qué nos referimos? Es muy difícil saberlo. Pareciera que en la realidad mexicana todo lo esencial está oculto. Pareciera que aquello que conforma “lo que somos” calca a la perfección la lógica del sistema de justicia, que a pesar de que todo mundo sabe todo, que todo mundo sabe dónde se ocultan los culpables, cómo operan, quiénes son, al final de cuentas resulta que nadie sabe nada. ¿Porqué?

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Hace tres años, cuando recién se desplegó el ejército nacional como parte de una estrategia para combatir el narcotráfico, una anciana, campesina náhuatl, fue encontrada por su hija, moribunda, tirada en el zacate, en la Sierra de Zongolica. La anciana, Ernestina Ascencio, antes de morir y según atestiguaran los familiares, alcanzó a decir: “fueron los soldados m´ija, los soldados se me echaron encima”. En una primera autopsia se registraron en su cuerpo signos de violencia y abuso sexual. El caso fue emblemático por ser uno de vulnerabilidad múltiple: mujer, anciana, indígena . Según A.S., este cuadro repetiría exactamente las condiciones de la Conquista, de una irrupción violenta, la madre, indígena, violada. La Chingada. Pareciera que esta escena se actualiza constantemente en la cotidianidad, un eterno retorno de lo mismo; claro, con la notable diferencia de que en este caso no se trataría de hombres blancos barbados, sino de soldados mexicanos, muy probablemente de origen indígena. Es extraño. El proceso de identificación lleva la marca de repetir las condiciones de aquello que la originó. Jung: Hay una relación entre el arma y la herida.

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Le pregunté a M.N., por que es tapatía, porque ha viajado y conoce el país, si ella se siente mexicana, y me respondió: “Soy mexicana, por que soy tapatía, por que nací aquí, pero no creo en nacionalismos” de ninguna especie. Creo que tiene razón. El nacionalismo debe haberse inventado con las revoluciones, no fue hasta la revolución francesa que se gritó ¡Vive la France!, no fue hasta la revolución roja que se empezó a discurrir acerca de la identidad de un pueblo como ligada a la unidad de su gente y a la caracterización de sus labores en reacción a la riqueza de la tierra (probablemente la más cercana a la mexicana en cuanto a la forma de sus signos; curiosamente, un ruso del antiguo régimen compartía con un mexicano una añoranza con respecto a la Madre tierra, cuando extranjeros, llorar que lejos se encuentran del suelo donde nacieran, anhelar la comida, escuchar una canción popular y conmoverse desconsolados con la ternura de un niño, un añoranza característica que difícilmente veríamos en un norteamericano, en un inglés), y seguramente que no fue hasta la revolución mexicana que se gritó ¡Viva México! con la fuerza de una afirmación imperativa. De pronto, detenerse a considerar que el nacionalismo esa extraña fiebre de pertenecer a un gran conjunto es una invención más bien reciente resulta sorpresivo, porque el nacionalismo se presenta con las trazas de una “naturaleza”, de una especie de rasgo congénito, incuestionable y de un pasado infinito, insondable, casi religioso. Pudiera ser que Lacan tenga razón, y que eso que se llama identidad nacional o sentimiento patriótico no sea otra cosa que el fantasma del Padre, el sueño de una autoridad que nos guía en el cobijo de un poder de dimensiones inimaginables, la afirmación artificiosa que se presenta en lugar de la insufrible pregunta por el ser. Afirmar la verdad del nacionalismo equivale a afirmar: Tu origen te constituye. Pero esto es falso. El origen se distingue del hogar, el origen no es necesariamente el hogar, y esto lo sabe cualquiera (una amiga argentina me lo explicaba así: “Los argentinos no saben de dónde vienen, pero saben de donde son”). Pensar así resulta esclarecedor, explicaría, por ejemplo, las ansías del Estado por afirmar una identidad y ganar la simpatía del pueblo (en principio, no se puede gobernar sin unidad, en principio, la diferencia es intratable, pero esta es sólo una creencia y de fines devastadoramente practicables). Si esto fuese así, muchas cosas quedarían claras en cuanto a los procederes del poder se refiere, pero quedaría sin resolver el enigma del amor a la tierra, el enigma del amor al pasado, de emociones que se escurren finas inaprensibles por el tamiz de las ideologías.

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El gusto no engaña. No hay ideas impostadas, adoptadas por moda u obligación circunstancial, no hay deseos de pertenecer a un grupo ni intereses de imagen de clase, no hay ideología que resista la prueba de las papilas gustativas. Justo como la atracción sexual, es incontrolable, no tenemos opción de negar o preferir, se impone un reacomodo intestinal, una desazón en el vientre, un nervio: en esto pensaba mientras en una feria de artesanías probaba unas muestras de mole, se presentaba en mí una intensa reacción corporal, una ligereza de pies, la frente repentinamente despejada, el chile y el chocolate, sentí, pensé: claro,… esto es, esto es. Pero no puede ser la receta, ni los ingredientes (de patria siempre debatible), sino eso que enigmáticamente al cocinar se llama “la mano”. El estilo de hacer las cosas, la forma, es difícil de historiografiar, por que para un registro al nivel del símbolo que diera sentido comunitario haría falta una ciencia casi literaria que fuese capaz de recoger lo mínimamente corporal y darle el estatuto trascendente de una estadística, de una sociología, es decir, pasar de lo particular a lo universal, sin tocar la generalidad, es decir, una ciencia que no sería científica en absoluto.

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Mientras jugaba esta mañana con mi sobrina, reía, sus manitas torpes, su risa fácil y descontrolada, las reglas del juego inexistentes o repentinamente cambiantes, de pronto hizo un gesto desconcertante, una mueca entre sonrisa, ceño fruncido, quijada desencajada y nariz medio arrugada. El gestito, bastante raro en sí, es desconcertante no por difícil de interpretar, sino por que no lo había visto en ninguno de los padres ni en los padres de los padres, es un gesto tomado de su hermanita, apenas tres años mayor que ella, un gesto de reciente invención, sin precedentes en absoluto, uno de esos trazos inexplicables en los recién llegados, de los que no se sabe a ciencia cierta el origen, y entonces, convenimos, es parte inalienable de su personalidad, algo muy de ella. ¿Qué es la identidad?

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La noción de identidad individual está ligada al rasgo único, a una manera de comer, a una manera de responder a las injurias, a las ideologías, y muy seguramente a una manera muy específica de responder al amor, es decir, a eso que confusamente y en el plano de la ética se llama “el hogar”. Ahora, el concepto de “hogar”, como el de “identidad”, es muy complicado, pero se parece mucho a “sentirse a salvo”, a un pacto de confianza. Joseph Roth cuenta la historia de Franz Tunda, teniente de la armada austriaca durante la Primera Gran Guerra. Franz Tunda amaba su Viena donde lo esperaba de regreso su prometida. Cosidos al interior de su chaqueta estaban su pasaporte y la foto de su amada. Cada noche en el campo de batalla metía la mano al interior de su pecho y veía la imagen de su prometida que concentraba todo lo que le era conocido y querido, su peinado, sus rasgos, el encaje de su vestido, la promesa de una lengua. Franz Tunda cayó preso cuando volvía de la Guerra. Se hizo pasar por ruso como el hermano de un amigo suyo de Siberia, de nombre Baranowickz. Lo acogieron como uno de los suyos. Se volvió un valiente soldado de la revolución roja, se enamoró de una militar idealista con la que aprendió a amar la sangre derramada por la causa. Cantó los himnos. Escribió discursos. Le pareció que la parte más importante de su vida había quedado atrás. En las noches bajaba al mar a escuchar los cantos tristes de los turcos. Cada semana escribía a su amigo de Siberia. Durante este tiempo Baranowickz devino un verdadero hermano carnal. El nombre de Franz Tunda se convirtió en una ficción. Ahora era en realidad Franz Baranowickz, ciudadano del Estado Soviético, casado a una mujer silenciosa, residente en Baku. Y sólo tal vez su Madre Tierra y su vida anterior vinieran a él, algunas veces, durante sus sueños. Este es, en palabras de Joseph Roth, un hombre moderno.

2 comentarios:

Palabras que se escapan.